1 de julio de 2014

La mujer invisible. Una delicatesen cinematográfica




Considerado como uno de los más importantes novelistas de la literatura universal, Charles Dickens gozó en vida del éxito, continuado y creciente, del que carecieron muchos otros escritores hoy consagrados.

A los 45 años, en plena cima de su carrera, el literato inglés sorprendió a la opinión pública separándose de su esposa, con la que, en las más de dos décadas en las que permanecieron casados, había engendrado una numerosa prole. La noticia hizo correr ríos de tinta e, inevitablemente, suscitó numerosos rumores que señalaban la existencia de otra mujer, algo que el escritor siempre negó enérgica y tajantemente. En los años 90 del pasado siglo, sin embargo, la periodista y biógrafa Claire Tomalin rescató del olvido a Nelly Terman, la mujer con la que Dickens pasó el resto de su vida, pero a la que, temeroso del escarnio público -y a pesar de que la suya fuera una de las voces más críticas y aceradas de su tiempo-, jamás mostró en sociedad.

La obra de Tomalin –muy conocida en el Reino Unido, donde llegó a convertirse en un auténtico bestseller- ha servido como fuente de inspiración directa para el actor galés Ralph Fiennes en su segunda incursión tras las cámaras, un film que, si bien no perfecto, se constituye, por sus muchos aciertos, como una auténtica delicatesen cinematográfica.

Entre los logros que hacen de La mujer invisible un film de más que recomendable visionado se cuentan una magnífica ambientación, una asombrosa fotografía y una más que adecuada banda sonora. A lo que habría que añadir un esmerado montaje que incluye escenas de una gran belleza poética –como los largos planos que muestran a su principal protagonista paseando por una playa desierta- o el acertado encadenamiento de algunos pasajes –baste citar, por ejemplo, la colorida escena de la carrera de caballos a la que precede un momento del metraje especialmente oscuro en forma y contenido.


La mujer invisible, además, se aleja por completo de los excesos dramáticos comunes al biopic al uso y, afortunadamente, tampoco se rinde al ejercicio de autocomplacencia al que gustosamente se someten no pocos films de época, especialmente los ambientados en la era victoriana. De hecho, el segundo largometraje de Fiennes hace gala de una sabia contención en la que, en las justas dosis y de manera brillante, se combinan austeridad e intimismo, lográndose escenas tan bellas -a pesar del dolor que desprenden- como la del accidente ferroviario o la del malogrado parto.

Por otra parte, un film consagrado a la vida y obra del gran autor británico no podía dejar de hacer alusión al teatro en cuanto a medio de expresión artística. En La mujer invisible, sin embargo, ello no constituye un lastre para el film –como sí pasara en Coriolanus, la opera prima de Fiennes como director-, sino que, por el contrario, resulta ser un homenaje totalmente cinematográfico a esa fecunda y milenaria rama de las artes escénicas.

Cabría destacar, finalmente, la presencia de un excelente reparto en el que destacan Ralph Fiennes –genial en su recreación del literato inglés-, una increíble Felicity Jones –capaz de resistir con maestría consumada numerosos primeros planos- y la siempre eficiente Kristin Scott Thomas, cuya presencia en el film se antoja, además, como un guiño a la otrora laureada El paciente inglés, de la que fuera protagonista absoluta junto al propio Fiennes.

A La mujer invisible tan sólo podrían achacársele un ritmo quizá demasiado lento en algunos de sus pasajes y una cierta previsibilidad en su desarrollo. Auténtica peccata minuta, en definitiva, para un film que se constituye como un verdadero tributo a Dickens y a aquellos que formaron parte importante de su intensa vida.


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