28 de enero de 2014

Una vida sencilla. Un auténtico delicatessen cinematográfico




Tras dos años de espera, por fin se ha estrenado en las salas españolas el último film de Ann Hui, una cineasta hongkonesa que, a pesar de contar con una larga carrera trufada de prestigiosos galardones, es, todavía hoy, una directora prácticamente desconocida por estos lares.

Si bien el recelo de los distribuidores españoles es casi proverbial a la hora de mediar en el estreno de un largometraje de procedencia asiática, sorprende especialmente la tardía llegada de Una vida sencilla, un film exquisito que ha triunfado allá por donde se ha proyectado –ganándose los parabienes de la crítica y el favor del público-, amén de hacerse con varios premios, entre los que destaca la Copa Volpi a la mejor actriz –la maravillosa Deannie Yip-, concedida en el Festival de Venecia celebrado en 2011.


Basada en hechos reales, el film de Hui narra la relación existente entre una mujer en el ocaso de su vida y el hombre para cuya familia siempre ha trabajado en calidad de asistenta, un joven solitario y volcado por completo en su carrera como productor cinematográfico.

Hui parte de esa trama argumental para reflexionar sobre la vejez y la muerte –dos temas que preocupan al ser humano desde el origen de los tiempos pero que Occidente ha convertido en uno de sus mayores tabúes- y la bondad traducida en la entrega incondicional al prójimo.

Lejos, sin embargo, de ceder al sentimentalismo, al melodrama desaforado o a la cursilería más vergonzante, Una vida sencilla se revela como un auténtico ejercicio de contención narrativa que, inscrito en ese difícil subgénero que es la comedia dramática, arranca más de una sonrisa –cuando no una carcajada- y alguna que otra sentida lágrima.

Para conseguir ese logrado equilibrio entre intensa emoción y contención, Hui se vale de una factura fílmica cercana a la del documental, haciendo hincapié en las escenas cotidianas – especialmente las referentes al tema culinario, muy presente, por otra parte, en la cinematografía asiática-, dotando todo el metraje de un estilo sobrio y casi prescindiendo de banda sonora, una obra musical de delicada cadencia, sólo presente en contados momentos.

Hui no hubiera conseguido, no obstante, una factura tan excelente de no haber contado con el tándem de actores protagonistas, dos intérpretes soberbios en sus respectivos papeles, capaces de suscitar la más profunda emoción sin necesidad de recurrir ni a histrionismos ni sobreactuaciones.

Una vida sencilla, además, brinda al espectador la oportunidad de acercarse a una megalópolis como Hong Kong, que, aun perteneciente a la República Popular China en calidad de Región Administrativa Especial, conserva su propia identidad –forjada en buena parte durante su etapa como colonia del Reino Unido-, por lo que resulta especialmente interesante el hecho de que los protagonistas del film se refieran al Gigante Asiático por su nombre, China, imponiendo así un cierto distanciamiento entre la antigua colonia británica y el resto del estado chino.

El último largometraje de Ann Hui es, en definitiva, una auténtica delicatessen cinematográfica digna de los más exigentes sibaritas, una de esas obras que se quedan impresas en la retina por mucho tiempo y que tienen la rara virtud de romper hasta las más infranqueables barreras culturales, apelando a sentimientos universales y atemporales.


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